Por qué hay hombres a quienes les gusta llamar “mamacita” a cualquier desconocida? ¿Esperan que la aludida voltee a verlos rebosante de amor filial? ¿O sólo lo hacen por molestar?

El hábito medieval más duradero ha sido, sin duda, el piropo. Excepto que su sentido ha cambiado, al alejarse del halago. Dice Ricardo Socca, en La fascinante historia de las palabras, que “el nombre del gracejo galante proviene de la antigua palabra latina pyropus, que aludía a una aleación de cobre y oro, de color rojo brillante, procedente, a su vez, del griego pyropos, que significaba ‘de color encendido’ o ‘con aspecto de fuego’ y, principalmente, ‘de ojos de fuego’”. Su uso como recurso de galanteo se popularizó hasta el siglo XVI y XVII. El poeta Francisco de Quevedo lo definió entonces como “requiebro, flores, palabra lisonjera que se dice a una mujer bonita”. Y vaya que ese señor de lentes chistosos fue uno de sus más devotos practicantes. Era capaz de soltarle a su chica, así nomás, de sopetón:

“La nieve de su garganta  hace tiritar a agosto,  y el incendio de sus niñas a enero le vuelve horno. El no sé qué de su cara me tiene a mí no sé cómo; por lo bellido y traidor, su talle es Vellido Dolfos.“

Órale con don Paquito. (Eso sí: uno no puede ni imaginar la cara de contenta de la susodicha, al ser comparado su talle con el de un regicida). Como sea, con el piropo se buscaba el halago de la mujer, no su molestia. Pero los tiempos cambian. Los piropos no tienen ya la gracia verbal mostrada por Quevedo, y acaso ya ni son piropos. Desde luego, no hay chica en el mundo que se sienta adulada cuando le sueltan lo que no puede menos que ser una leperada.