Por: José Guerrero Tapia

La armonía melodiosa de notas musicales arrancadas con soplidos tenues a una flauta de carrizo entrelazábanse con el tan, tan tan, de un tambor, despertaron aquel medio día el entusiasmo de los habitantes del Barrio de San Roque, que mostraban sus agruras después de una noche de jolgorio unánime para celebrar, “como es debido”, un 24 de diciembre, entre estertores de un año que agoniza, que pasa a formar entre las cosas que mueren y la anunciación de nuevas esperanzas, de renovación de intentos, de ofrecimientos de enmienda que a los mexicanos nos hace sentirnos nuevos, como quien ha confesado su gran culpa y se siente merecedor a un momento en pago a tan singular hazaña de hipocresía.

Es el Mequé de los cófrades zoques que le han ganado la carrera a la contaminación europeizante, sumergiéndose en las intimidades de sus costumbres arcaicas para defender la pureza de sus tradiciones primigenias, aislados en la isla solitaria de sus sentimientos ancestrales a donde no ha penetrado el modernismo lujurioso que estrangula esa belleza de alma y conducta privativa en lo prehispánico.

Se trata de una festividad para celebrar la navidad, aunque también ocurre por motivos comunes y corrientes, como el santo de alguien o boda entre esas gentes, etcétera. Es algo digno de presenciar y saborearse con el paladar y el sentimiento, con todo nuestro ser contaminado de modernismo absurdo resistiendo a lo autóctono.

A medida que avanzamos hacia el lugar de donde surge tan  especial  música,  un fuerte  olor a copal quemado  se prende en las narices y el tan, tan, tan del tambor taladrando los tímpanos.

– Es el Mequé de los zoques (Fiesta Grande) en casa de Luis Quilú, presidente de la Cofradía del Señor con Diente. – Se pone bueno. De primera, “maestro” – Me dicen los amigos ansiosos por “descrudarse” la guarapeta del día anterior.

Luis Quilú es ya un anciano con ojos vivaces y movimientos lentos, platica con otros de su edad en lengua zoque, cuya armonía y elegancia se pierde en el barullo que reina en su casa, grande y espaciosa como todas las casas antiguas y señeras resistiendo a la piqueta loca de la civilización.

Hay un movimiento febril: mujeres haciendo tamales que artísticamente envuelven en hojas de plátano, el imprescindible pozol confeccionado con maíz cocido y a medio moler. Se agrega un poco de cacao y azúcar, se hace una bola grande de masa de donde van cogiendo porciones menudas con la punta de los dedos, lo ponen en una jícara o “huacal” con agua batiéndose enseguida para luego beberse.

Pero estamos en San Roque y se prepara el Mequé de navidad. En el patio de la casa de improvisó una enramada que da sombra a varias señoras de avanzada edad, sentadas sobre petates nuevos, guardando una actitud de solemne ceremonial. Me dicen que en esa forma permanecen lo que dura la fiesta.

Son las “pudientes”, las que llevaron las provisiones para el “Mequé”, lo cual las hace dignas de grandes atenciones. Algunas de ellas muestran en sus rostros el cansancio, de sus ojos asoman vivos destellos de ebriedad, ya que el tiempo que permanecen ahí, sentadas, la pasan bebiendo y comiendo con gran entusiasmo. A veces se comunican entre sí mediante gestos y mímicas, movimientos de cabeza y risas desganadas.

Otro grupo, integrado por ancianos, confecciona los joyonaqués, consistentes en ramilletes de flores con que se adorna el altar; en tanto, pito y tambor no cesan de emitir su extraña música, provocando una especie de borrachera sensual, transportando en un éxtasis ritual a los ancianos que también se llaman “maestros”, y son atendidos especialmente por hermosas jóvenes ataviadas.

Con indumentaria autóctona, enagua roja, blusa bordada con diversos motivos y pañuelos cubriendo su cabeza por donde asoman las trenzas entretejidas con listones; las mujeres más grandes tienen una forma propia para usar el rebozo, haciendo una especie de nudo en cada oreja y dejan caer sobre su espalda esta prenda que hace tiempo, también dijo adiós al calendario costumbrista de la mujer mexicana.

Los asistentes a la fiesta forman grupos en un orden de acuerdo a sus edades y sexo, lo cual se observa con todo rigor como parte formal y obligada de su conducta social que muy pocos se atreven a perturbar.

Desde muy temprano van llegando las comisiones o cofradías de otros barrios o grupos zoques, llevan presentes consistentes en “milpitas” que representan el símbolo de una buena o mala cosecha. Igualmente traen flores y artículos comestibles: chocolate, piloncillo, cacao y otros cereales, así como los “gustos”.

El yomoetzé es un baile en el cual participan hermosas mujeres ataviadas con faldas rojas, portando un pañuelo en la cintura y sombreros especiales; son danzas primitivas de graves movimientos en los que se marca con pespunte ágil la música de pitos y tambores, levantando el ánimo de los bailadores, hombres y mujeres, mostrando sus habilidades sobre un piso de tierra recién regado.

En la cocina de altas chimeneas, confeccionadas con ladrillos o adobe, hay una gran algarabía que aceleró las reiteradas copas de aguardiente; ahí se confecciona,  cocinan  y  sazonan  los  alimentos  que habrán de servirse en la fiesta,  destacando el  zispolá que se prepara con carne de res, ave, repollo y otros aderezos.

Otro de los manjares indispensables del Mequé es el putzatzé elaborado a base de vísceras de res que de acuerdo a las costumbres, éstas deben cocinarse a medio lavar para conservar el olor original y una mayor “apetencia”. Este se sirve acompañado de un canané o tamal de masa de frijol en lugar de tortillas.

Una vez que se ha consumido todo, comida y bebida, se da principio a la procesión, con los “mayores” al frente, conduciendo al Niño Dios, seguidos de los “maestros” portadores de velas, guirnaldas y otros adornos; siguen las señoras, las jóvenes, y luego los muchachos, llegando el cortejo hasta la iglesia donde es recibido por el cura que conduce la imagen hasta el Altar Mayor siendo depositado con todo el ceremonial acostumbrado.

Son cinco días que concluyen con la procesión y durante los cuales, se come, se reza, baila y bebe a discreción. Los rezos se hacen en zoque y parece el ulular del viento sobre los rastrojales por sus entonaciones que suben y bajan en armonía total y disciplinada musicalmente.

Es muy raro que a las fiestas zoques acudan los “ladinos”, tendrá que ser algo muy especial, una recomendación de alguien de confianza, pues de otro modo, difícilmente se penetra a sus costumbres, a la reconditez de un pasado que celosamente guardan con pequeñas variantes de carácter religioso.

No obstante el mestizaje que ha traído a menos la pureza y originalidad de la raza zoque, existen sólidas raíces donde la mezcla sanguínea no cambia ni la belleza ni costumbres y los apellidos Tondopó, Consospó y otros por el estilo, demuestran con toda su original gravedad la seguridad absoluta de limpieza racial observándose tal riqueza, en Terán, Berriozábal, San Fernando, Ocozocoautla y aquí, en Tuxtla Gutiérrez, donde tuvieron su asiento las ilustres tribus zoques que hasta antes de llegar los conquistadores que, dicen algunos estudiosos, fueron motivo no sólo de su decadencia, sino de su fatal dispersión.