SOCIEDAD

Apuntes para comprender nuestra educación sentimental 

Lo que sabemos del amor es bien poco. Corrijo: es bien raro. Apenas la fiesta alcanza la madrugada nos enteramos de tres cosas, por lo menos: 1) que estoy aquí borracho y loco y te amaré por siempre; 2) que sin ti es inútil vivir y 3) que amar –¡ay, Amalia, por ti vendí la burra!–, amar es sufrir; querer es gozar.

Prendemos la tele y no tardamos en comprender la profundidad del sentido de la vida: la vida está ahí para que tras muchos sufrimientos, escuchemos la marcha nupcial y seamos felices para siempre. Antes, habrá que vencer a la suegra asesina, al gemelo (a) malvado (a) del patrón o la patrona, vender un riñón para alimentar a siete niños huérfanos (¿o eran enanos?) y alcanzar al malvado microbusero –quien además siente el más sucio deseo por nuestros huesitos–, que trata de impedir que lleguemos a tiempo al encuentro con nuestro destino. Pero después de eso, ¡taráááááááán: marcha nupcial!

En el cine, donde desde hace más de medio siglo hemos incluso aprendido (o eso creemos) a besar, nos enteramos de que los amores son más que perros: hay sangre, hay bala, hay confusiones cómicas, hay sexo (aunque quien lo tiene, infaliblemente, muere o le va mal), pero sobre todo también hay boda o –si es cine de arte– desencuentros terribles.

Todo ello constituirá, poco más o menos, nuestra educación sentimental. La única que tendremos en la vida buena parte de los mexicanos.

Uno se pregunta si ese modo sufridor de entender el amor; si esa forma de creer que el amor es el único propósito y ficción posible de la vida (la ciencia, el arte, la belleza, la exploración del mundo y el universo quién sabe qué diantres sean), ¿no tendrán algo que ver con la realidad de nuestro país allá afuera, cuya deformidad comienza en nuestras banquetas y termina en cualquier cantina, en cualquier fosa, en cualquier cuenta corriente en Islas Caimán?

Tal vez por eso canta el filósofo popular José José que amar –qué duda cabe–, amar es sufrir.