Resulta curioso ver como ciertas costumbres se instalan en la vida cotidiana a través de la tecnología y el ciberespacio. Hace algunas décadas era difícil imaginar que el ritual matutino de cada persona, incluiría la publicación de una foto (selfie) en una plataforma o red social en internet. La vanidad resulta ahora moneda de cambio y se traduce en likes, o en íconos de corazón, alegría o tristeza. Hemos llegado a la era en la que el aplauso, la aceptación o el piropo, se ven inmersos en un simple click.

¿Pero qué hay detrás de esa foto mostrando el nuevo tatuaje, los músculos, el abdomen plano, la sonrisa coqueta o ciertos rincones íntimos?

Dicen por ahí que el deseo nace de la mirada, y esto en el mundo del internet es más que una frase, es una regla que parece estar presente en cada muro del facebook, en cada tweet o imagen de Instagram. La selfie es el puente a un placer narcisista, una especie de complacencia que estimula el ego, la auto estima y, por qué no, el erotismo que de alguna manera está en nosotros, acechando, viendo la oportunidad para salir a la luz y mostrarnos sus diferentes rostros.

Mirar y ser observado, testigo e imagen, el juego se desprende desde el impulso a mostrar o revelar, y de la necesidad-placer de posar los ojos en el cuerpo del otro. Una conducta que puede precipitarse hacia el exhibicionismo y/o voyeurismo, parafilias que se acomodan hoy en día casi de manera rutinaria. Así, pues, vemos y nos ven, la mirada cambia de turno según la necesidad o las circunstancias.

Las nuevas generaciones, en el acto de ver, son más atrevidas, más sagaces, van y muestran lo que tienen, con lo que pueden y hasta en donde, para muchos, se supone, que no deben, pero lo hacen a manera de juego, de transgresión, de irreverencia. Algunos juzgan de forma reprobatoria, otros, en cambio, se aventuran a escribir comentarios complacientes, pero la idea es no pasar desapercibido, captar la atención, ser el tema central de la plática o por lo menos provocar el interés de alguien que nos gusta.

El mosaico de imágenes en donde nos mostramos es amplio, pero ¿será también sincero, verídico, real? Y esto nos lleva a otra pregunta: ¿Realmente nos mostramos tal y cuál somos en las redes sociales? Habría que pensar en eso antes de cada click o por lo menos antes de dar un like a quien, de repente, nos entusiasma.

EL PLACER DE LA MIRADA

Juan Villoro mencionó alguna vez que la mirada es el prólogo del apetito, sea carnal o simple necesidad alimenticia, tal sentencia parece ser la puerta para entrar al mundo de los observadores y observados.

En la película Bajos instintos (1992), de Paul Verhoeven, la actriz Sharon Stone realiza una de las escenas más emblemáticas del cine erótico contemporáneo. Una escritora de nombre Catherine Tramell es acusada de cometer un asesinato que presenta las mismas características de una de sus historias. En el interrogatorio, Catherine (Sharon Stone), manipula la mirada de los presentes, y esto llega a un punto de máxima tensión en el momento en que ella hace un ligero cruce de piernas que deja perplejos a todos, un acto que conlleva no sólo una demostración de poder, sino también un goce. Ver y ser visto, dos placeres en puntos opuestos y complementarios. El exhibicionismo y el voyeurismo forman parte de las llamadas parafinas, es decir ciertos modelos de comportamiento sexual que resultan ser “atípicos”.

La persona exhibicionista manifiesta placer al mostrar sus partes íntimas o ciertos rincones del cuerpo que regularmente permanecen ocultas ante la vista ajena. Por otro lado, el voyeurista busca la mirada prohibida, el objeto de su deseo se vuelve más cercano no en el hecho de tenerlo consigo, sino en el cómo planta sus ojos sobre él. Ya sea a través de una rendija de la puerta, o desde la ventana, o por medio de un espejo, el medio y la forma van a ser indispensables para que la satisfacción se geste. Entre más perturbadora sea la manera y el conducto por el cual el voyeurista realiza su acto, mayor será el placer obtenido.

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