Por: José Luis Castro A. / Cronista Municipal de Tuxtla Gutiérrez
“Pero aquellos mariachis y aquel tequila me hicieron llorar”. “Que diga la gente que soy un borracho me importa muy poco, ya se cansarán”.
Ir a las cantinas, bares o restaurantes familiares –o antros como le llaman ahora-, es una costumbre añeja entre los chiapanecos, en particular de los tuxtlecos. Desde que nacieron los primeros mesones en la antigua Villa de San Marcos Tuxtla –en 1768 al crearse la Alcaldía Mayor de Tuxtla-, surgen los primeros merenderos, tabernas, pulquerías, vinaterías y cervecerías con venta de diversas bebidas alcohólicas.
Andando el tiempo, aparecen los primeros hoteles (1892) con servicio de restaurante; y, posteriormente, en la medida que fue creciendo la ciudad, se independizan los restaurantes y de ellos surgen –como Nucú tuxtleco-, los primeros restaurantes-bar, cervecerías y cantinas con venta de vinos y licores.
Los adultos –mayores de veintiún años-, solían ir a las cantinas o restaurantes a beber cerveza y a saborear una sabrosa “boquita” (botana). Los comensales degustaban cerveza clara u oscura, acompañada de ricas botanas de puerco: costillitas, trompita, chicharrón de cáscara o de cachete con ensalada, carne molida, etc. Al principio no se daba servicio a las mujeres, el reglamento de bares y cantinas lo prohibía. Entre los restaurantes con venta de cerveza y licores ya figuraba, en 1900, el del Hotel Porfirio Díaz (1892). Después aparecerían, sobre todo a partir de 1907, varios negocios, entre ellos el Hotel Central Marroquín, que tenía servicio de cantina, billares y restaurante (1907); “La Serpentina”, hotel y restaurante de doña Carmen Camacho (1907); “Hotel México”, mejor conocido como Hotel Paco, con servicio de hotel, cantina y billares, del español Francisco Pérez Raigadas (1907); la cantina “La Puerta del Sol”, de don Eduardo Sánchez, que anunciaba: “Helados. Refrescos. Licores de todas clases. Cervezas del país y extranjeras. De lo más selecto, en la Puerta del Sol.” (1907); cantina “La Reforma” (1910), en la que se saboreaban ricas botanas regionales: caldito de res, de pata y de camarón, menudencia, butifarras y asado; cantina y billares “La Esmeralda” (1912) y el Gran Hotel Cano, hotel con salón de baile y restaurante (1920). ¡Ah, qué rica tradición culinaria la de Chiapas!…
Repentinamente, en una mesa se escuchó:
Me cansé de rogarle, me cansé de decirle,
que yo sin ella de pena muero,
ya no quiso escucharme.
Si sus labios se abrieron
fue para decirme: Ya no te quiero. (ELLA. Autor: José Alfredo Jiménez).
En la década de los veinte existía un edificio conocido como “Los Portales”, allí figuraban varias cantinas, entre ellas la de doña Angélica de Quevedo; el “Salón de Billares El Recreo” (cantina-billar) de don Jesús Martínez “Tío Cachís”; el “Salón Cuauhtémoc” de don Manuel Ruiz; el “Salón Victoria” de don Ramón Gutiérrez Rincón (1920); “La Ruta del Sol” de don Manuel Ruiz Noriega (1920) y el “Salón Montecarlo”, cantina y billares de don Alfonso Molet (1930).
Cabe hacer mención que los jóvenes de los años treinta jugaban cubilete y apostaban las tandas de cerveza: El que perdía invitaba una tanda. Y escuchaban por radio las canciones románticas que estrenaba Agustín Lara en la estación radiofónica XEW, La Voz de la América Latina, desde la Ciudad de México. En la medida que pasaban tatarateando las horas, los parroquianos rasgaban cada vez más la guitarra:
Mira cómo ando mujer por tu querer
borracho y apasionado no más por tu amor.
Tú, solo tú, eres causa de todo mi llanto,
de mi desencanto y desesperación. (TÚ, SOLO TÚ, 1950. Autor: Felipe Valdés Leal).
En 1945 don Antonio Moya, con la ayuda de don Anselmo Calderón, establece formalmente la cantina “Las Américas”, en la esquina que formaban la Avenida Central y el Callejón del Sacrificio (detrás de la parroquia de San Marcos); fundado en pleno corazón de la capital del estado; después se trasladó en la primera avenida norte, entre calle central y primera poniente. Posteriormente, surge el primer centro de convivencia propio para los jóvenes de los años cuarenta: el “Salón Saturno”, mismo que contaba con los servicios de cafetería, nevería y cervecería, propiedad de los hermanos Grajales Fuentes (1948).
Pero lo extraordinario, lo insólito, es que en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez existió una cantina de intelectuales, artistas y científicos chiapanecos: “El Ateneíto” (1948-1960) de don Oscar Mario Oliva González, verdadero instituto, colegio o universidad en el que se daban cita escritores, poetas, investigadores, pintores, bailarines, intelectuales y políticos distinguidos, en el que llegaban a terminar las discusiones que habían quedado inconclusas en las mesas de trabajo del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas. Entre los ateneístas se recuerda a Rómulo Calzada (líder intelectual del grupo), al maestro Andrés Fábregas Roca, historiador Fernando Castañón Gamboa, grabador Ramiro Jiménez Pozo, periodista Carlos Ruiseñor Esquinca, escritor Rafael Ramírez Arles, poeta Enoch Cancino Casahonda, periodista y poeta Armando Duvalier, periodista Gervasio Grajales, poeta Mariano Penagos Tovar, catedrático y poeta Eliseo Mellanes Castellanos, poeta Mario Pinto Gordillo, intelectual Pedro Alvarado Lang, poeta León Felipe y el joven declamador Jaime Sabines, entre otros. Como joven promesa de la poesía chiapaneca, con un talento verdaderamente excepcional, Jaime Sabines, de tan sólo 22 años, declamó algunos fragmentos de su nuevo poema: “Romance de la niña Tuxtleca” (1948):
“La niña que no es tan niña,
la que es solamente una niña,
la que tiene el cuerpo breve
tamaño de una caricia,
y la que juega en el alma
largas estrellas caídas…”.
La ovación de la concurrencia fue unánime, prolongada, contundente. Al término de su participación, concedió su primera entrevista al profesor Romeo Zebadúa, para la revista “Amanecer”, mismo que le escribió y le publicó el primer poema dedicado a Jaime Sabines, en el número 6, correspondiente a octubre de 1948. Había días en que las charlas, en el Ateneíto, eran verdaderos recitales poéticos, conferencias magistrales o conciertos musicales, donde al calor de las copas hasta el mudo polemizaba. Centro de convivencia social de amigos –de los años cuarenta en Tuxtla–, que no solo fue un auténtico templo del buen beber y mejor comer, sino también del gran saber. Un espacio digno para la reflexión, el diálogo y la conclusión. ¿Era la función social de las cantinas de los años cuarenta? No lo sé.
Mientras tanto, en conocido bar de la ciudad, con los brazos tendidos sobre la sinfonola, estaba un poeta cantando su canción preferida:
Yo soy un borracho, un paria, un perdido,
soy un desdichado desde que nací…
Ese es un borracho, un paria un perdido,
un ave sin rumbo, un cielo sin sol,
un mar sin arena, un mundo extinguido,
por ser un borracho no vive mejor,
pero la bebida mitiga mi llanto,
mis penas y angustias por ella se van.
Que diga la gente que soy un borracho
me importa muy poco, ya se cansarán. (LA CANCIÓN DEL BORRACHO, 1952. Éxito de Bienvenido Granda)
–”¡Ajúa!… ¡Qué buena rola!…
“¡Larga vida al bigote que canta!…”. –gritó el poeta Armando Duvalier.
La “Viruta” fue la cantina, sin lugar a dudas, más famosa del barrio de Guadalupe (sexta poniente norte número 49), cuyo propietario fue don Rafael Ovilla González “La Viruta”; que tenía como mesero a su hijo Rafael Ovilla Álvarez “El Aserrín”; misma que tuvo su origen en una carpintería del mismo nombre, después se transformó en cervecería y por último en cantina “La Viruta” (1953-1967). Bar tuxtleco que se caracterizó por sus ricas botanas regionales: costillita frita, trompita de cochi, patita envinagrada, tostadas turulas (camarón con ensalada), tostadas tuxtlecas (carne molida cocida con limón) y los tradicionales cacahuates con sal y chile. A los jóvenes de aquel entonces, la alegría o la tristeza les llegaba de sopetón. El primer caballito de tequila les caía de maravilla; el segundo, los zarandeaba; y con el tercero clavaban los ojos en el vacío de la copa; ya no sentían nada: ya no sentían los pies ni las manos ni la cabeza. Tres inocentes copitas, pero ¡Qué embrutecedoras!…
Y mientras tanto, la Sinfonola dejaba oír su triste canto:
Necesito olvidar para poder vivir
no quisiera pensar que todo lo perdí.
En una llamarada se quemaron nuestras vidas
quedando las pavesas de aquel inmenso amor…
Lo nuestro terminó cuando acabó el amor
como se va la tarde al ir muriendo el sol.
Siempre recordaré aquellos ojos verdes
que guardan el color que los trigales tienen…
Amor: te vas de mí, también me voy de ti
lo nuestro terminó, tal vez me extrañarás,
tal vez yo soñaré con esos ojos verdes como mares.
El Bar, al estilo norteamericano, era un lugar sobrio, pulcro y discreto. El primero de estas características lo fue el bar privado “El Brochas”, de don Rubén Álvarez. Posteriormente surgieron otros negocios: “El Mayab”, cantina “El Melón”, El Tupi Namba, mejor conocido como “La Curva Peligrosa”; cantina “Río Escondido”, “El Choris Boris”, “El Cairo”, “El Palacio Chino”, bar “Mi Oficina”, etc. Muchas de ellas fueron cantinas clásicas: de puertas abatibles, una barra con una gran variedad de vinos y licores, un gran espejo y su clásica rockola o sinfonola clásica (caja multicolor de música, que tocaba discos de 78 y 45 RPM). Después de algunas horas de estar libando, se escuchaba el clásico grito:
“¡La última y nos vamos!”
(“Pero aquellos mariachis y aquel tequila me hicieron llorar”). ¡Salud!…
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