¡Y no me hagas esa carota!

Hay una obra de Aristófanes en donde las mujeres obligan a los hombres a dejar la guerra. “Si vas a la guerra, no tendrás intimidad conmigo”, o algo así les prometen –y les cumplen– a sus maridos. Bravos guerreros y todo, a los soldados griegos no les queda más remedio que desistir de su ánimo bélico.

Hace unos años, en un poblado de México, hartas de ver regresar a sus maridos borrachos, sin dinero y hasta violentos, las mujeres se armaron con lo que pudieron y barrieron las cantinas. A escobazos, terminaron por no dejar ni media botella en pie en el pueblo. Nadie duda de que hicieron bien (excepto alguna autoridad mentecata que las encarceló).

¿Dónde diablos encontrarán esos individuos a mujeres dispuestas a reproducirse con ellos?

Así, toda proporción guardada, pero teniendo bien visto que las mujeres podrían –si quisieran intentarlo– contribuir activamente a cambiar algunas conductas detestables de los hombres, suelo preguntarme dos cosas cada vez que veo a un tipo escupir en la calle, tirar basura en la banqueta y/o tocar el claxon con cínico embeleso, particular pero no exclusivamente ante el paso de una dama.

La primera de ellas es: ¿dónde diablos encontrarán esos individuos a mujeres dispuestas a reproducirse con ellos? ¡Porque las encuentran! La muestra de ello es que esas conductas existían desde tiempos inmemoriales, y hay por ahí aún muchos niños que dan muestras de haber heredado esos genes fatales. Pienso que por su falta de espíritu combativo y de la más elemental conciencia de la especie, alguna culpa tienen esas mujeres de que tales enviados de Satanás no se hayan extinguido hace siglos.

La otra cosa por la que me pregunto es por la desdichada madre santa de los sujetos en cuestión.

¡Igualito que tu padre!