CULTURA POPULAR | Un trago para el fin del mundo
Dice el diccionario que una revelación es una manifestación –a veces divina– de una verdad oculta. Un instante de epifanía en que el universo nos susurra un trozo de sí.
Hay a quienes les llega la iluminación en el desierto, en la montaña o en el vientre de una ballena. Las religiones los llaman profetas. Yo, harto más vulgar y simple, me ilumino nomás cuando como o bebo algo que me parece milagroso.
Hace unos meses fui a Boca del Cielo. Comía en la orilla una de las deliciosas lizas fritas que ahí venden, cuando se acercó una lancha con dos tipos: un viejo notoriamente ebrio y un joven de unos 30 años. Vendían cocos con ginebra. Compré uno. ¡Diosmío, qué gran trago! Llamarlo coco con ginebra es en verdad una botánica vulgaridad.
Mientras lo bebía, el muchacho me contó que había vuelto recién hacía unos meses de NY, donde trabajó en un restaurante como otros tantos mexicanos. Pero su vocación de tiburonero le ganaron y volvió. Me habló de tiburones. Me contó que una vez encontró la mitad de un hombre, apenas masticado, en el vientre de uno. Me habló de las salvajes condiciones de la vida en esa bestia infinita que es el mar. Me habló de naufragios y de cosas inciertas que a veces sacan en sus redes los pescadores. Me habló del tiempo de la veda, que es el tiempo de vender cocos a los turistas.
Iba entonces por mi segundo coco y aquel sujeto parecía cada vez más un profeta. Y luego, así nomás, él y el viejo subieron de nuevo a su lancha. Dijeron adiós con un gesto que bien pudo ser de lástima, pero que significaba sólo adiós. Imaginé entonces cómo habría sido nacer en aquel lugar. Imaginé una vida atenta a la vida y a su velocidad incierta. Una vida en la que hablaría a mis hijos de los terrores y maravillas de las profundidades. De mi penosa búsqueda del norte, de la estrella polar, en la profunda noche del océano.
Y ésa fue mi revelación mientras decía adiós y veía con tristeza el fondo de mi trago, un sorbo apenas que quedaba.
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