TECNOLOGÍA

Es seguro que casi todos los mexicanos tenemos algún programa de computadora obtenido de forma ilegal en nuestras computadoras. Nos justificamos con que de forma legal salen muy caros. Y sí: pero hay opciones. El software libre, por ejemplo.

A menudo creemos que el único procesador de textos es Word; los únicos programas de diseño son Illustrator o Corel; los únicos sistemas operativos son de Windows o Apple. Etcétera. No es así. Hay muchísimas opciones más: LibreOffice, Gimp, Inkscape, Scribus, Linux… “Ah, pero es que nadie más va a poder abrir los archivos”, nos decimos también. Y de nuevo nos equivocamos: los archivos generados con software libre pueden ser compartidos en formatos compatibles con cualquier tipo de computadora y/o sistema operativo.

La única diferencia es que el software libre puede ser usado, copiado, modificado y redistribuido gratuitamente o no. No significa que sean necesariamente gratis, pero es común que se distribuyan sin pagar licencias. Por ello, cada vez más universidades optan por el software libre, pues ahorran dinero, al tiempo que fomentan el aprendizaje de nuevos conceptos informáticos –y éticos– entre sus alumnos.

También por el ahorro millonario, algunos gobiernos utilizan software libre: Alemania, Francia, Argentina, Uruguay… Algunas de sus legislaciones especifican incluso que el Estado deberá preferir el software libre sobre el privativo, salvo cuando éste no satisfaga las necesidades técnicas requeridas.

México sin duda deberá transitar hacia allá. Y tal vez el mejor modo de exigir a nuestros gobiernos que no despilfarren nuestros recursos, sea poner el ejemplo y usar cada vez más las opciones que nos ofrece el software libre. Si no por consciencia, al menos por el ahorro (ése sí, muy legal).