FILOSOFÍAS DE COCINA

En Hannibal Rising (Peter Webber, 2007), un cocinero da una lección al joven asesino: “igual que en muchas criaturas, la parte más exquisita del pez son las mejillas”.

Pero eso ya lo sabía cuando vi la película, gracias a un taquero brasileño que tenía su negocio cerca de mi casa, en Tuxtla Gutiérrez. No tengo la menor duda de que si no existieran cochis, ese señor habría sido como el Hannibal de la película: un verdadero artista con un cuchillo y un buen trozo de carne humana para cortar.

Siempre fui carnívoro igual que se hereda la religión de la familia: sin saber por qué. Era pues un carnívoro del montón. Hasta que llegó a mi calle esa especie de Moisés bajado del Monte Sinaí –no más y no menos–, que fue para mí el taquero carioca.

Un día me hizo una recomendación similar a la del cocinero de la película. Y yo, que siempre había sido de los mensos que pedían cinco de maciza, ese día probé los de cachete: una carne suave que parece flotar en medio de una grasa tibia, delicada y sabrosa. Lo juro: cada noche de la siguiente semana no cené otra cosa.

Comí taco tras taco de cachete con la misma o mayor devoción que un monaguillo traga hostias. Semana a semana, El Maestro me inició en un nuevo gusto gastronómico: nana (matriz), buche (estómago), bofe (pulmón), trompa, tripa y desde luego lengua, costilla, chamorro, cuerito, oreja y un nutritivo etcétera.

Pero un día, las necesidades terrenales del Maestro lo orillaron a trabajar como cocinero en un restaurante de carnes y cerró su taquería. La calle, mi calle, quedó más simple y fea sin sus tacos. Eso sí: cada vez que pido dos más de oreja, dos de tripa y uno de lengua, todos con copia, y otra agua de horchata por favor –como hago cuando me entra la nostalgia–, le deseo que dios y el diablo lo bendigan allá donde esté, llevando su verdad a este mundo triste y, ya se sabe, hecho de mentiras.