SENTIDOS

¿A qué huele el mar y la arena? ¿Y la tierra mojada? ¿Y el viejo cajón de la infancia?  Igual que los colores o los sonidos, los aromas forman parte de nuestro mundo desde siempre. Pero a diferencia de aquéllos, es imposible guardar los aromas. Excepto, claro, por la memoria y por la perfumería.

Desde la antigüedad, a los aromas siempre se les ha relacionado con la belleza. Por el hallazgo de la tumba de la reina Schubab de Sumeria, la más antigua civilización del mundo, sabemos que usaba ya cosméticos y perfumes. Por su parte, los antiguos sacerdotes egipcios acompañaban sus oraciones con perfumes. En la Biblia, Moisés le encarga a Aarón que queme incienso con esencias de nataf, gálbano y ónix, una fragancia creada para fines religiosos.

Fueron, sin embargo, el pueblo griego y el árabe quienes casi decidieron el rumbo actual de la perfumería. Los griegos crearon por primera vez uno de los elementos estéticos esenciales de la perfumería actual: los frascos con tamaños y formas variadas. Los árabes, por su parte, perfeccionaron con el alambique la producción de aceites esenciales y aromas como el agua de rosas y el almizcle.

En el siglo XXI, la importancia de los aromas es tal que muchas grandes compañías invierten en la creación de marcas olfativas que los distingan de su competencia. Oler bien es, hoy día, poco menos que un deber.

En la famosa novela de 1985, El Perfume: historia de un asesino (llevada también al cine), el escritor Patrick Süskind toma al lector de la mano –o de la nariz– para guiarlo por “el evanescente reino de los olores”. Leerlo es cuestionarse el mundo entero a través del olfato: ¿A qué huele el vidrio? ¿Y el amor? ¿Y el pórtico de roble cuando lo atraviesa un gato en brazos de un niño que sueña con cerezas?