Por: José Luis Castro A. | Cronista de Tuxtla Gutiérrez
Domingo 16 de agosto del 2009
El Pelucas es mi cantina preferida en Tuxtla. La mejor, la de mis recuerdos. Conservo en mi lista, sin embargo, La Casa de Ladrillo, Las Américas, La Tía Mary y El Compa Meco, aunque… la primera es la primera, así se encabronen por esta expresión los puristas del lenguaje. De esa época –finales de los setenta–, aún recuerdo las jodas que nos acomodaba don Gustavo Popomeyá. Renegrido el hombre, panza abundante, bizco y frentón. Casi con el fuete en la mano supervisaba nuestro trabajo. Su herrería estaba junto a la Escuela de Medicina, y mi trabajo era desherrumbrar y cortar fierros, o pintar ventanas y puertas.
A esos años corresponden mi expulsión del Seminario, el descubrimiento de una casa de citas, el bachillerato vespertino, las clases de grecolatinas, trabajar para sostenerme, las primeras novias, las rolas que por extravío nos llegaban de Doors, Clapton, Burdon, Credence, Carlitos Santana y, lo más importante: mis primeras caguamas.
El sábado era día de fiesta en la herrería: Rayábamos. Don Gustavo pagaba primero a los maestros, luego a los ayudantes, y por último a nosotros, los aprendices. A mí me tocaba 250 pesos, a veces 300 y hasta en una ocasión 500 pesos cuando de tanto flamazo, toda una noche me la pasé con rodajas de papa sobre los ojos. Era el medio día, todos chavos, presión alta, lana en la bolsa… vámonos a reventar. Derechito hasta donde ahora sigue. Al Pelucas, que en esos años aún llamábamos La Peluquería. Bajábamos por la Escuela de Medicina, luego seis cuadras a la izquierda por la novena sur y de ahí derecho hacia al norte, a cuadra y media de San Pascualito.
De ese tiempo es El Galerón, detrás del Cecyt del Icach, nuestra prepa, sobre La Magisterial (colonia). También El Cubetazo, frente al Campo Revolución, La Pelona y sus perros pulguientos por el rumbo del panteón, y el bar de La Coca o El Coqui, que en esos años bautizamos como El Limoncito, hacia el rumbo nororiente. Me fui a San Cristóbal, a la Universidad, en donde les perdí la pista, aunque a mi regreso supe que rebautizaron al último. Le pusieron Las Laminitas, quitaron el limonero del patio, ocultaron el sol, pusieron una barra inútil, y lo techaron todo. Por fortuna tres cosas dejaron: La Coqui, nuestra distracción preparatoriana; sus típicos muros ataja-bolos de la entrada y, tan sólo por algunos años, las secarronas de minifaldas que se sentaban frente al respetable.
Aunque el peluquero oficiaba en la sala de la casa, sólo atravesábamos la cortina del corredor para ingresar a nuestra cantina. Ahí estaba la cocina y el cantinero, y luego un techo de cartón con piso de tierra. Esto hacía las veces de salón; todo improvisado con tablas y tablones a cuenta de mesabancos. Había clientes que, para cubrir la formalidad, primero se afeitaban, checaban el material de las revistas calientes: Diversión, Alarma y dos o tres de señoras encueradas; conversaban con don Octavio Sol, el mero mero don Pelucas, y ¡adentro! No había rockola, para no evidenciarse; en el patio lucía también un limonero, apenas llegaba a un orinal (más limpio que los de ahora) y sólo expendían caguamas y chelas.
Iban y venían las caguamas negras, platitos con limón y sal, porciones ínfimas de cacahuate enchilado y, cuando bien nos iba, el mesero nos regalaba algunos trocitos de queso fresco. En la cocina preparaban la riquísima carraca de cochi y el caldo de shuti, que ahora, muy ufanos, llaman “consomé de caracol”. Chance y ya incluían el frijol refrito con chiles de Simojovel, queso espolvoreado y tortillas calientes en trozos. Preparaban todo eso, aunque sólo los más rayados ordenaban esas viandas; como hasta hoy, eran caras y no se incluían en el precio de las chelas.
Abrevaban ahí, igual que ahora, aboneros, peones y albañiles, aunque su presencia era más evidente; mecánicos y pintores, herreros como nosotros y ya desde esos días se veía a algunos periodiqueros: tipos que la hacían de periodistas, con reporteras a la mano y periódicos bajo el brazo. Se veían médicos, ingenieros e individuos de perfil indescifrable. Hoy esto no ha variado mucho, salvo porque se ven mujeres, parejas e incluso mampos de los que ahora llaman gays y lesbianas. Ahora se ven políticos; de los que ejercen como diputados y ediles, empleados del gobierno y hasta uno que otro funcionario o ejecutivo, acompañados de secretarias y segundos frentes. Cierto es sin embargo, que cada vez se ven menos albañiles.
Al principio, claro, llegábamos por las mechas y la peluqueada; por las desnudas de los almanaques y las revistas. Pero después ya tuvimos derecho a pasar directamente al salón. Con el tiempo don Octavio Sol obtuvo permiso municipal —con licencia sanitaria y todo— para “legalizar” la peluquería con expendio de cervezas y alimentos.
Luego desapareció aquella especie de telón y junto con él la frontera entre los abstemios y la indecencia. El nombre cambió de Peluquería de don Octavio a El Pelucas, así nada más y a secas. Después don Tavo se percató que le traía más cuenta vender sólo caguamas y ampliar el servicio de botanas, y más después decidió deshacerse de los bártulos del oficio, remató el sillón y los espejos, y extendió el área de atención. La cocina y el bar siguieron en su lugar, la sala se convirtió en la cantina y el interior se volvió zona reservada para los más picudos y grandes, los más asiduos.
La historia más reciente la saben todos. Que ahora tiene un reservado “pa’las parejas o la gente que no quiere dejarse ver”. Que de repente la sinfonola no deja conversar a gusto. Que ahora venden caguamas negras y mecas. Que éstas cuestan diecisiete pesos y las medias trece, salvo mis bohemias de a quince. Que la lista de botanas ahora incluye trece platillos diferentes, sin contar los frijolitos refritos y el totopo. Y que los camarones al mojo de ajo se llevan la tarde. Total que siguen reinando, de todos modos, el caldo de shuti y la carraca de puerco aderezada… ¡Que sólo dios y el diablo han de saber cómo hacerla para saber tan rico!
Hoy, recién acabo de escuchar que don Octavio Sol y su heredero Jaime piensan rememorar esta historia: la historia de aquella peluquería que de poquito a poco se convirtió en cantina; el imán para los bolos de buen comer. Dicen que conseguirán la más hermosa de las sillas de peluqueros, marca Colombia, cromada y de cojines rojos, provista de cabecera, descansapies, asentador y todo; que la pondrán al centro de la sala y que así materializarán el recuerdo. No lo creo en absoluto, pero en algo hay que especular, caramba. De ahí que diga ¡Salud! ahora.
¡Salud! a los compas con quienes ahí he bebido. Al Güero y al Colocho, nuestros camareros estrellas, y a don Octavio, a Jaime, a las cocineras y demás meseros.
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