Por: José Luis Castro A. / Cronista municipal de Tuxtla Gutiérrez

Para los niños, la excursión al parque zoológico “Miguel Álvarez del Toro” (Zoomat) es una verdadera aventura: desde las siete de la mañana prepararon sus mochilas, seleccionaron sus pantalones cortos, playeras, gorras, tenis, cantimploras, cámara fotográfica, prismáticos, protector solar, repelente para insectos (como no hubo repelente se conformaron con untarse un poco de zumo de limón), comida, bebidas y otras cosas. Armados de lápices y libretas, como un auténtico safari. ¡Ah, sin olvidarse de incluir un poco de optimismo, alegría y emoción! Papá y mamá, incluyeron, discretamente, por si las moscas, un litro de paciencia.

-¿A dónde vas, Manuelito?

-¡Vamos de excursión al Zoomat!

Hoy es domingo. Ya son las ocho de la mañana. Salimos de la casa, sito en la colonia Potinaspak. Empieza a hacer calor. Después de quince minutos en taxi, por fin llegamos al llamado centro ecológico recreativo u área natural protegida “El Zapotal”. Inmenso bosque tropical que comienza en la calzada de Cerro Hueco. Efectivamente, hay un ejército de árboles de zapote negro y colorado, así como otro de chicozapote. Cerca de la entrada, hay un pequeño letrero que dice: “Solo se exhibe parte de la fauna chiapaneca: aves, mamíferos, reptiles y anfibios”. Entramos al Zoomat (1980). Pequeña reserva de cien hectáreas de la fauna chiapaneca, en donde se conservan más de 220 especies de animales tropicales de Chiapas. Un alegre cántico de ranas nos da la bienvenida:

-¡Croac, croac, croac!…

Ya dentro del zoomat, niños y niñas se ponen a la defensiva: desenvainan lápiz-espada, preparan libretas-escudos y cámaras fotográficas, para enfrentarse a los peligros de la selva chiapaneca. Al empezar a recorrer el zoológico, salvajemente nos bebemos -con los ojos- el paisaje, la fauna y la flora. Una nube de mariposas, como pabellón ondeado por el viento, revolotea a nuestro paso. Me entusiasma el ambiente campestre.

Los recuerdos se agolpan. Viene a mi memoria el antiguo zoológico (1949-1980) del Parque Madero. Jardincito al que íbamos, mis hermanos y yo, a columpiarnos, a bañarnos en la alberca o en los chorros, a jugar a las escondidas en el Jardín Botánico “Faustino Miranda”, que para nosotros -chamacos al fin-, nos parecía una inmensa selva. De niño, yo soñaba con ir a pasear todos los domingos al zoológico, aunque solo fuera para columpiarnos, comer naranja (pelada) con sal y chile, elote asado o chicharrón de harina con salsa picante. Algunas veces nos alcanzaba el dinero para comprarnos algunas bolsitas de papas fritas, raspados de pinito o paletas de la Regia. Cuando no teníamos dinero, nos contentábamos con treparnos, como changos, a los árboles frutales a cortar mango, zapote u otras frutillas que había en las márgenes del río Sabinal… (El rugido de los tigres enjaulados interrumpe mi pensamiento).

Por los andadores, circulan niños y niñas, muchachos y muchachas, señores y señoras, mexicanos y de otras nacionalidades, de todas las clases sociales. Cada vez se escucha más fuerte el griterío, el escándalo de los niños, de los tigres, de los changos, de las chachalacas…Realmente todos estamos emocionados con nuestro reencuentro con la madre naturaleza. El agudo chillido de los monos es ensordecedor. El ambiente está impregnado de un fuerte olor a tierra húmeda, mojada. Huele a fauna y a flora, a tigre, a venado, a mono sin bañarse, ¡más bien a mico sin lavarse!

Ahora estamos pasando frente al espacio dedicado a los monos. Sus miradas profundas, escudriñadoras, nos recuerdan algo -o alguien-, ¿serán realmente nuestros ancestros? -“¡Órale, no manchen!” -exclama Manuel Alejandro, niño como de diez años de edad-. La gigantesca jaula de los jaguares negros nos impresiona. Allí están Ixchel (hembra) y Yojk (macho). El jaguar de la noche, dicen que es el nagual de los brujos chiapanecos. -“¡Huy, qué miedo!”, -exclama Chuchín-. Cerca de aquí están también tres jaguares amarillos, los felinos más atractivos del continente americano. El águila arpía luce en toda su majestuosidad, lo mismo que el quetzal. -“¡Guau! ¡Qué hermosa” -grita Rubí Alejandra-. ¡El ave más hermosa de América! En la jaula de los floridos cantores están las cotorras, que dialogan entre sí y con el público. -¡Puf, cómo hablan!-. En seguida nos pasamos a la siguiente jaula. ¡Qué emoción se siente estar frente a la grandeza, por excelencia, del pavón cornudo, el unicornio chiapaneco! Hermosa ave de plumaje verde oscuro, pecho blanco, cola alargada -negra- atravesada con una banda blanca horizontal y patas rojizas; está coronada con un cuerno rojo intenso. Animal raro en peligro de extinción. Continuamos. Un tigrillo enjaulado, inquieto, va y viene; se detiene, nos ve -observa-, se relame el hocico, gruñe, se da la vuelta y, en seguida, se echa. -“¡Qué perrón!” -comenta un niño-. Ahora, solo se escuchan las voces de los animales que chillan, aúllan, rugen, gruñen, croan, gritan… ¡Ah, qué quietud, qué paz, que tranquilidad!…

Así, estuvimos admirando, embelesados, la fauna chiapaneca, por todo lo largo y ancho del maravilloso bosque tuxtleco, que se localiza a solo diez minutos del centro de la ciudad. La excursión duró más de tres horas, en la que visitamos 43 jaulas, 24 encierros, 3 estanques y 3 arroyos. Entre la fauna que logramos admirar, se encuentran las águilas, ardillas, armadillos, chachalacas, cocodrilos, cotorras, guacamayas, jabalíes, jaguares, manatíes, monos saraguatos (negros y pardos) rugidores, pavones, pavos, pumas, quetzales, serpientes, tapires (Paquita y Tzuki), tecolotes, tepezcuintles, tigrillos, tortugas, venados, zenzos y zorras; y al mamífero homo sapiens en su hábitat natural.

Ahora sí que sudamos la gota porcina por las constantes subidas y bajadas. La caminata intensa en los andadores y puentes en realidad solo fue de dos horas; y dos kilómetros y medio lo andado. Bajamos algo sudados, cansados, pero contentos. Sin embargo, los niños aun siguieron jugaron en las áreas de descanso; al aire libre, respiraron aire limpio, puro.

Por primera vez en mi vida pude ver la alegría caminando, corriendo, gritando, devorando nubes de algodón. Niños de agua de arroyo que van dejando su interminable huella húmeda en los laberintos del zoológico, niños venados que corren velozmente detrás de una pelota de hule, niños jaguares que pelean una bolsita de cacahuates o de Nucú, niños changos -traviesos- que se trepan en los árboles de chicozapote, niños colibríes con el canto a la vida a flor de labios, niños boas que se enrollan en las piernas de sus papás. ¡Uf, qué aguante! Recorrimos, después, la biblioteca, la tienda y la librería, y terminamos en una de las refresquerías. Por último, comimos, por primera vez, juntos.

Empieza a llover. Cada vez se hace más y más fuerte. Realmente, el aguacero es un hado angelical que vino a refrescarnos.

¡Vaya, hasta el cielo sudó de cansancio y de emoción!