Pocos seres hay en el mundo tan injuriados como el cerdo. A modo de insulto, entre los siglos XV y XVII, Castilla y Portugal llamaron ‘marranos’ (del ár. hisp. muharrám) a los conversos que judaizaban en secreto. E incluso El Mismísimo nos previno en el Antiguo Testamento acerca de la carne del cochi como fuente de impureza.

Con todo, junto a nuestra hipocresía, abunda también en el mundo una clase de sabiduría que se llama gula. Para los sabios de esa escuela, el cerdo es dios. Lo supieron los romanos. Lo supieron los cosacos. Y lo saben hoy los chiapanecos. No nos importa lo que el mundo diga o deje de rezar. Los chiapanecos, seres universales que vivimos arrodillados ante la majestad del plato y la tortilla, sabemos cuánto de jugosa nobleza cabe y desborda en un solo taco de carnitas.

* A modo de injuria, entre los siglos XV y XVII, Castilla y Portugal llamaron “marranos” (del ár. hisp. muhuarrám) a los conversos que judaizaban en secreto.

Pululan en Chiapas los templos que honran al dios hereje: restaurantes, taquerías, fondas, botaneros. Uno nace así predestinado a la herejía y las pasiones abyectas, dispuesto a batir el bigote con descaro en el vinagre impío de una pata de marrano.

Pero de todas las recetas preparadas con la carne del mal, hay una que imagino como el Topos Urano de la cerdonomía, un sabor arquetípico donde el alma del cochi y del humano se perdonan y completan: el cochito al horno. Fuera de la casa de mi Tía Chata, los más gloriosos ejemplares de ese platillo deben ser los tacos de cochito que venden en el Parque Central de Tuxtla Gutiérrez (2ª Ote y 1ª Nte), en una caseta afuera del Correo.

Tengo para mí que si dicho parque no ha visto aún a los tuxtlecos levantarse en armas, con tenedores y cuchillos, no ha sido nomás por falta de ganas, sino por culpa de esos tacos ahí mismo. Por nuestra gula cómplice y, ni modo, tan escasamente revolucionaria.